o la venganza del turco maldito
La película de Michael Radford
El mercader de Venecia trae a la pantalla ciertas contradicciones internas de esta polémica comedia dramática de Shakespeare. El de Radford se suma a una lista de esfuerzos de adaptadores por diluir los elementos ideológicos antisemitas de la obra (no necesariamente atribuibles al Bardo en cuanto tal, sino al horizonte de lo pensable en su época; o tal vez no, pero cuesta imaginar un Shakespeare nazi) convirtiéndolos en alegoría de otra cosa; pero, al hacerlo, cae en una trampa. Algo de esa trampa ya estaba presente en la obra original, donde los vicios idiosincráticos de Shylock son pintados como defectos propios de un supuesto carácter judío. Radford no logra desactivarla del todo.
Si es por las intenciones que el guionista y director ha deslizado a medias en alguna entrevista, el ostracismo trágico de Shylock diría simbólicamente algo sobre la actual "guerra entre culturas" (?) de "Occidente" (Bush, bah) contra el Islam. Esto no está subrayado ni enfatizado en la película, pero el cuchillo vengativo de Shylock cerniéndose sobre el pecho de Antonio con el aval de la ley "cristiana" podría leerse como una alegoría del atentado del 11 de septiembre, o de las bombas en Madrid y Londres, o de los autos quemados en París.
Respecto de esto último, luego de ver la película me espanto un poco de que haya sido tan celebrado un post de Daniel Massei de un mes atrás, donde el blogger argentino radicado en Italia atribuye a una sed no saciada de bienes de consumo la ira piromaníaca de los jóvenes árabes del ghetto francés.
¿Es ese odio vengativo, como el de Shylock, atribuible exclusivamente a la codicia? ¿No es acaso más grave ser tratado de "perro", de "infiel", en suma: excluido, no ya del consumo, no ya de la produccíón, sino de la humanidad?
Pero lo que muestra la película (y esto NO es aplicable a cualquier situación de discriminación, mucho menos a supuestos "conflictos" que en los hechos son mera agresión unilateral) es cuánto aporta Shylock a su situación, cuánto usufructúa del beneficio secundario de sentirse más virtuoso y astuto que quienes lo desprecian. Es una pena que los elementos puestos en bandeja para una superficial lectura política oscurezcan la riqueza psicológica de Shylock, empequeñeciendo así su estatura trágica. Porque por otro lado, si estos elementos saltaran a la vista, se podría leer el amenazador cuchillo ritual de Shylock no como un símbolo del terrorismo del oprimido, sino como la viva imagen del capricho asesino irrenunciable del tirano, llámese Bush, Hitler, Creonte... o Shylock.
Personaje trágico en medio de una comedia, Shylock representa al hombre que es incapaz de renunciar a su deseo, y que con este fin logra arteramente poner la ley (la ley escrita, la de la letra y el código; no la ley práctica de la prueba y la jurisprudencia) de su lado. Como Hamlet, se halla en una tierra de nadie entre dos conceptos del derecho y de la justicia: el antiguo y caduco de la venganza (retaliación; cobrarse la deuda con la vida del otro) y el moderno de la multa, la prueba fehaciente, el castigo cuantificable. Como Hamlet, se permite el capricho: Hamlet oscila, Shylock rechaza los seiscientos ducados e insiste con la venganza. Hamlet no deseaba, Shylock desea demasiado. Son su arbitrariedad y su inclaudicable sed de sangre (no sólo el arte jurídico de Porcia, la dureza de la letra de la ley y la fragilidad moral de jueces y jurado) las que lo precipitan al desastre. Como Creonte en
Antígona, de Sófocles, la de Shylock se presenta (no desde el centro, sino desde los márgenes) como la voluntad caprichosa del tirano. Cuentan que a Hitler esta obra le vino como anillo al dedo para proyectar en los odiados judíos su propia maldad.
La película subraya lo implícito en la obra de que el juego perverso es un juego de dos. Como Antígona, Antonio pone el cuerpo y se ofrece en sacrificio, poseído por el goce masoquista y melancólico (este es EL papel para Jeremy Irons) de inmolarse por su amado Basanio (Joseph Fiennes), a quien él mismo ha provisto a este costo de los medios para que lo abandone por Porcia (Lynn Collins). Lo que lo salva a Antonio a pesar suyo es la irrupción de un tercero, el "joven abogado", quien obra como un perfecto aikidista, tomándose de los contenidos mismos de la agresión de su contrincante para guiarlo sutilmente a este último a la derrota.
Shylock, el villano de la comedia, termina bebiendo de su propio veneno. Pero la satisfacción que al espectador "progre" actual le daría ver esta escena se ve empañada por la culpa: Shylock es una víctima de la discriminación, en primer lugar; sólo en segundo lugar es un héroe trágico que atrae sobre su propia cabeza la desgracia.
Es imposible hablar de
El mercader de Venecia y quedar bien parado. Quien aprecie el justo destino trágico del testarudo y vengativo Shylock queda parado del lado antisemita, sin importar cuán justamente pro judío sea por lo demás; quien en cambio, guiado por el sentido común de la corrección política, deplore el cruel ostracismo del que termina siendo víctima Shylock a manos de los "misericordiosos" (?) cristianos, comprenda su ira considerando las afrentas que ha sufrido, etc., se pierde la complejidad autodestructiva del personaje... ya bastante aplanado por la interpretación avara de Al Pacino, que luce siempre la misma rígida máscara de amargura: un caso más de subactuación de un gran actor, comparable a la constante cara de orto de Edward Norton en
La hora 25.
¿Quién es, entonces, Shylock? ¿Bush, u Osama Bin Laden? En suma, temo que el director y guionista ha dejado que su película quede atrapada por el dilema del doble vínculo que plantea el personaje, quien incita a justificar la pena de muerte alegando la injusticia y dureza de las afrentas recibidas, mientras no ceja en su odio sanguinario. Y cuesta tanto detectar la trampa del doble vínculo... No por nada las cortes están llenas de pequeños Shylocks, diminutos monstruos que convencen a los jueces: ex esposas venales que usufructúan su condición sacrosanta de madres, familiares de muertos en Cromañón que no vacilan en tirar huevos podridos a una líder en derechos humanos, que son perdonados y que reinciden pidiendo la cabeza de Ibarra; peor aún, un Blumberg que logra bajar la edad mínima para las condenas como si eso fuese a devolverle la vida de Axel. Ah, y en la obra, los "cristianos buenos" no se quedan atrás: Basanio va por oro a lo de la bella y generosa Porcia, siendo su amor por ella apenas un hipócrita barniz de ingenuidad al que no se lo cree nadie. Y de más está decir que en Argentina hacen falta más abogados como Porcia, capaces de detener la inercia con que la furia de venganza arrastra al sistema judicial.
¿Ser o no ser?
¿Es una cuestión?