mientras el gato duerme
me voy volviendo optimista
Todo sería mucho más sencillo si tuviera un montón de dinero. El respeto vendría solo, en forma automática. No dependería de variables demasiado etéreas, relativas o fluctuantes. Sería una tranquilidad no sólo económica, sería una tranquilidad social. Lo demás se mantendría de la misma forma. Trabajaría tanto como ahora; pero lo haría para obtener dinero, no para comprar respeto, no para dejar en claro que en el mercado hay una demanda de mi tiempo y que por eso mi tiempo vale, aunque eso no sea del todo cierto, aunque a la eficiencia salvadora de la continuidad del empleo y de la buena fama que lo asegura haya que dibujarla un poco, mentir un poquitito (y cuánto que perdí por no atreverme) para que no te roben tu lugar.
(Lo más horroroso es que a los treintañeros ese gesto urgente les sale mucho mejor. Siempre logran darme la sensación de que los cuarentones somos una piltrafa.)
Y nada, pasando a otro tema que nada que ver, que con 41 a. recién cumplidos hoy, me doy cuenta de que el mal relativo existe, de que el mal por lo general es relativo y remontable, de que no todo mal es absoluto.
Es decir: "se ríen porque tropiezo", "me critican si me equivoco" (mal relativo) no tiene nada que ver con "se ríen porque entré", "te odian por tus aciertos" (mal absoluto).
La idea del chequeo del error, corrección del error y santo remedio no entraba en mis cálculos. Menos aún la diferencia entre eso y una adversidad eterna, absurda, implacable.
Pero con el mal relativo se dialoga, se negocia, al mal relativo se le pone fin; sólo del mal absoluto (aquello de la vida que es muerte) es preciso huir, porque jamás descansa.
Por suerte el mal absoluto, en tiempos de paz, es más bien raro. Saber eso me sacó el miedo. Pedro Páramo, de Juan Rulfo, es un libro sobre el mal absoluto. No me parece casual que sea contemporáneo exacto de Noche y niebla...
Tengo que limpiar, encargar los sandwiches.
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