Mamá, mamá,
¿qué es un perdedor?
No tengo lo que quiero, ni quiero lo que tengo: tal el eslógan de la desdicha, pero de la desdicha infinita. El desdichado infinito no hace el menor movimiento tendiente a obtener el objeto de un deseo al cual tampoco renuncia. Su deseo es indeseable al punto de que no puede permitirse intentar su realización; pero tampoco cesa.
Una de dos -se cansan de oír decir la desdichada, el desdichado-: o te resignás a ser madre, o matás a tus hijos por los que dejaste la universidad y te ponés a terminar tu carrera en la cárcel; una de dos, o dejás ese trabajo que no te permite escribir y vivís de la indemnización hasta que ganes alguna beca o algún premio, o te resignás a tu sueldo y a tu vida tranquila pero sin posibilidad alguna de inmortalidad literaria.
Son consejos salomónicos, terribles, que proponen cortar el dilema por el nudo gordiano. Hay voces más sensatas: paciencia, dicen. Esperá a que los chicos crezcan. Paciencia, la vida es larga. Paciencia, que ya vienen las vacaciones: tenés tres meses para avanzar en tu novela...
No, no, se resisten el desdichado, la desdichada. La esencia de la desdicha es la paradoja de desear en pasado ("¡no hubiera tenido hijos!") y al mismo tiempo querer todo ya (¡la mando al Clarín!).
La lentitud de la ley, de la construcción, de la indecidibilidad, del mientras tanto, al desdichado no le cabe. No logra construir estrategias, pero no porque no conciba la tridimensionalidad del tiempo (el futuro de hoy, mañana será pasado: eso lo sabe) sino porque la menor posibilidad de éxito se le antoja inviable desde el vamos: tanta es su culpa por codiciar el paradisíaco fruto prohibido, por desear lo que no debía desear.
Por eso, el desdichado odia en dos direcciones: odia lo que tiene en lugar de lo que hubiera querido, odia a quienes cree poseedores de lo que no alcanzó ni alcanzará.
Su única gloria es la infinitud de su sueño, que por no haber tomado nunca forma, es perfecto.
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