nacidos en los sesenta
Los poetas argentinos nacidos en los años sesenta que en estos últimos días del año (tal vez a falta de mejor noticia) están llegando al espacio público, y desde allí haciendo declaraciones, coinciden en una misma voluntad: la de instituir el sinsentido de la vida como algo universal, como algo que nosotros (me incluyo, por ser poeta y nacida en los sesenta) hubiéramos descubierto.
La realidad, como siempre, es más autobiográfica y menos abstracta. Sospecho que quienes nacieron antes o después que nosotros no sienten que sus vidas carezcan de sentido. ¿Qué les pasa, a USTEDES?, nos preguntan, irritados. Llevo años leyendo poesía, escribiendo poesía, y encontrando (y también produciendo) esta marca generacional del tedio metafísico; también llevo años charlando con mujeres de mi edad que me cuentan sus vidas, y sus vidas parecen un calco de la mía.
Acotar, en un primer análisis, las cuestiones generales a lo autobiográfico sirve para no caer en entelequias tales como "los hijos del Proceso", etc. Si somos hijos de alguna dictadura, es de la de Onganía. Cuesta imaginar hoy lo que pasaba por la cabeza de una mujer argentina joven que fuese a ser madre en esa época. Esa época en que afuera, más allá de las fronteras, estaba el Mundo Moderno. El Mundo Moderno era hippismo, bohemia, libertad, colores reales o alucinados. O era éxito, triunfo, dinero, ideas de un desarrollo profesional y personal ilimitado. El Mundo era los Beatles, era los yates de James Bond. O era la Revolución. O la universidad. Todo eso les fue mostrado a nuestras madres, el gran mundo. Les fue mostrado en los primeros televisores, aparatos que ellas encendían en su pequeño mundo de pañales no descartables, entre los primeros supermercados y nuestras mamaderas. Los hijos fuimos sus cárceles, fuimos el ancla de hierro de la mediocridad en que ellas sintieron que recalaban sus vidas. Como al héroe del mito de la caverna de Platón, les fue mostrada la sombra de lo que pasaba allá afuera, sin que pudieran salir, sólo saber: sólo enterarse. ¿Y cómo iban a amar sus cadenas?
El amor de la madre inscribe el sentido; la absurdidad de la vida es la pesadilla del huérfano de madre. Siguiendo con este razonamiento, la sensación de falta de sentido de la vida que nos acosa a los nacidos durante la dictadura de Onganía (hijos del deber, hijos de madres que fueron madres por un mandato, no como opción... ¡y el Mundo, allá afuera!) se explica, desde lo autobiográfico, históricamente: vivimos con la sensación de que la vida no tiene sentido sencillamente porque no recibimos amor materno. Nos criaron madres que hubieran deseado estar en otra parte mientras lo hacían. Después, recibimos una buena educación escolar, que intentó compensar con datos aquella carencia.
Somos huérfanos funcionales. Asumámoslo sin rencor.
Eso no había pasado a escala masiva antes, ni volvió a pasar a escala masiva después. Antes, no había para las mujeres esos sueños; o los había, pero no tenían el aura de lo posible como lo tuvieron en 1965. Ni han vuelto a tenerlo. Pero hoy, las mujeres de clase media podemos elegir entre ser madres o no. Aquel desgarramiento entre el ser amas de casa por deber y el imaginar infinitas posibilidades de poder o de placer desperdiciadas, eso que marcó las vidas de nuestras madres y las volvió incapaces de formar el sentido de la vida en sus hijos, es nuestra herida histórica.
No es metafísica, señores: es histórica.
Escuchen al yo.
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