autos quemados,
autos de fe
SEÑORA MAYOR A LA SALIDA DEL ESTRENO DEL FILM:
¿Qué significa ese auto rojo?
SEÑOR MAYOR A LA SALIDA DEL ESTRENO DEL FILM:
Significa su auto.
(Woody Allen, Stardust Memories)
Estas semanas, en los medios europeos, la polémica por el sentido de la quema de autos en Francia está alcanzando ribetes casi tan furiosos como los hechos mismos.
Leo algunas de las cosas que se dicen y escriben, y me parece que ninguna da realmente en la tecla. Los opinadores miran la cuestión desde la vereda de enfrente, la leen desde sus propios parámetros, y si creen entenderla y poder explicarla es sólo porque la explicación les cierra como razonamiento, por el lado de la lógica, como les cerraría una suma o una resta.
Como latinoamericana proveniente de una familia católica entrampada en el círculo vicioso de la cultura de la pobreza, creo ser alguien cuya condición y orígenes, tanto en lo material como en lo cultural, se aproximan bastante a los de los incendiarios; por lo tanto, siento que tengo algo para decir acerca de su furia.
Y la furia de lo que se ha dado en llamar "el perdedor fanático" no creo que surja tanto de la frustración, sino de una forma muy específica del horror: el que produce vivir con un pie en la Edad Media y otro en la Edad Moderna. Es un desgarramiento que quienes nacieron modernos jamás podrían comprender.
Pero muchos no nacimos modernos. Nacimos, en cambio, en comunidades autoritarias y más bien cerradas, donde se nos inculcó la noción de que la asistencia al desvalido es un deber: es decir, que donde hay una necesidad, hay un derecho. Crecimos con una firme fe, si no en Dios como abstracción teológica, sí en su manifestación ética y moral, que es el milagro o el misterio de la interdependencia. Todo es uno, dice la religión, y traduce esta idea en la de una distribución comunitaria de los recursos. Por supuesto que sería imposible vivir de acuerdo con esto por fuera de una comunidad autoritaria. Una sociedad libre, como la sociedad moderna en que nos ha tocado vivir desde la adolescencia, se rige por valores tales como la propiedad privada y el derecho individual a disfrutarla; allí el Estado será el mediador de la redistribución en el mejor de los casos, y por lo demás cada cual dará si quiere, sin estar obligado a ser solidario. En la comunidad de donde venimos rige todavía el imperativo categórico kantiano, entendido como la idea de que hay que hacer el bien por deber. En cambio, la sociedad donde vivimos y donde trabajosamente luchamos por insertarnos (siempre en los márgenes, independientemente de nuestra capacidad o dedicación al trabajo; este abismo es ideológico, no sólo material) se guía por lo que Kant llamaba "hacer el bien por inclinación". Te ayudo si se me antoja, es la idea. Mi plata es mía y con ella hago lo que quiero, es la idea, por si no te quedó claro. Si yo fuera un cura católico, deploraría esta actitud. Como soy una lumpenproletaria intelectual que produce pensamiento desde la marginalidad, no la deploro y en cambio trato de pensar.
Lo primero que me surge es un sentir: odio, furia, bronca, rencor, dolor (potenciados por el hambre, y por la aguda conciencia de mortalidad que dan las enfermedades producto del hambre prolongado, curables pero intratables dada la carencia de recursos socioeconómicos propia de la miseria). Me surgen sentimientos homicidas y suicidas: ganas de matar a todos esos egoístas, y ningún deseo de seguir viviendo en un mundo tan "deshumanizado", donde, para peor, no logro encajar ni adaptarme.
El shock cultural es profundo, es grande. Yo lo sufrí alrededor de los 18 años y en ese "estado de infierno" pasé toda mi juventud. Pero hoy, si logro calmarme, se me aparece esta otra visión: la del abandono del deber de asistencia hacia los pobres como el precio a pagar por vivir en una sociedad libre, donde ninguna autoridad esté imponiéndole deberes morales a la población. Se me ocurre que una autoridad de esa índole, si existiera hoy en mi país y si yo existiera bajo su influencia, no me permitiría publicar lo que pienso en los diarios; quizás no tendría acceso a Internet, no podría estar posteando esto, no podría sobrevivir siendo soltera, mucho menos elegir mi propio estilo de vida; seguramente ya me habrían apedreado, o quemado, y sin duda no tendría nada parecido a una vida pública.
Una vez leí que el héroe trágico es quien, ante un dilema, elige el mal mayor. Los terroristas suicidas y los incendiarios, al inmolarse o al destruir la propiedad ajena en un desesperado rechazo contra el egoísmo liberal de una modernidad que los condena a los márgenes, son héroes trágicos: son mártires de una idea religiosa de lo comunitario. Por nuestra parte aquellos que, como dijera Kafka, en la lucha entre nosotros y el mundo nos ponemos del lado del mundo, hemos elegido el mal menor: con los pulmones quemados por el hambre, nos inmolamos a fuego lento por el liberalismo, y, en algún sentido banal e inútil, perdedores a secas (no "fanáticos"), hasta podríamos permitirnos la cursilería de sentirnos mártires de la libertad.
<< Home