Aparte de algunas cosas que de verdad necesito aprender para mi trabajo, tales como traducción legal o teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, no acostumbro asistir a cursos y seminarios. Tengo un título, en el que confío bastante, y si es para satisfacer mi curiosidad me sabe mejor el saber fragmentario, el bricolage salvaje. Tanto mejor si no tengo que pagarlo, o si lo que estoy pagando es algo distinto del conocimiento. Un terapeuta que acaba de declararme inanalizable puede muy bien usar el resto del tiempo de mi sesión para responderme la pregunta: ¿qué es el gran Otro? Y nada le impide, al vecino abogado que me cobra el alquiler, despuntar el vicio en una tarde de domingo brindándome una clase magistral sobre derecho de familia que podré aplicar con mis seres queridos, llegado el caso de que se conviertan en odiados. Sé que cuando envejezca me convertiré en la pesadilla de cualquier médico con el que logre toparme en una fiesta, suponiendo que mis achaques no me impidan sentarme en una fiesta al lado de un médico, capaz de explicármelos. Ya tuve mi fase de ser la pesadilla de mis amigas psicoanalistas ("Hola, Silvana, cómo estás. Yo, bien; a propósito, ¿qué es el gran Otro?") y ni hablar de lo que atormenté a mi única amiga filósofa, Stella, especialista en Deleuze y la única persona capaz de destruir el orgullo que yo sentía por los "cuadritos" que usé para rendir Filosofía I en 1983 (Hegel ocupaba una página... ¡pero una página oficio!). "Vos no leíste, vos oíste leer", me dijo Stella, allá por 1995; gracias a ella agarré los libros, me volví habitué de las bibliotecas públicas, pero a mi manera: "Tenemos
La Fenomenología del Espíritu, pero en alemán." "No importa, démela igual." Yo confiaba en el cassette de Assimil que había venido oyendo por el camino.
En lo que a teoría pura se refiere, nada es tan delicioso como que te la expliquen en el bar ("¿ves este servilletero? Es el capital fijo") salvo quizás el placer de revolver librerías, excelso correlato papelero del de navegar en Google. Todo esto explica en parte por qué hablo tanto de mí en este blog: porque si hablara de lo que sé, o bien sería un plomazo disertando sobre alguna de mis especialidades más o menos sistemáticas (poesía objetivista, dibujo académico, el espectro de Newton y su relación con la teoría de los colores de Goethe, el estudio comparativo de los regímenes preposicionales en inglés y en castellano) o el efecto sería todavía más bizarro, ya que mis rachas de recolección de información sobre algún tema siguen un patrón bastante impredecible. Más allá de que me ponga a estudiar hebreo en mis ratos libres para impresionar a mi sobrina israelí, lo cual todavía puede tener algún gollete, los rubros de mis búsquedas se han sucedido como enfermedades infantojuveniles. Holocausto nazi, homosexualidad masculina, cábala judía, economía marxista, detalles biográficos de la vida de Franz Kafka, declinaciones de los verbos checos, síntomas del estrés postraumático, efectos colaterales de las benzodiazepinas: nada que sea oscuro, oculto, inútil, un poco peligroso y completamente ajeno a la esfera práctica de mis intereses me ha sido indiferente en alguna u otra época de mi vida. La decisión de escribir una novela sobre el tema fue a menudo la excusa. O mejor dicho: la novela, pero mucho más especialmente el folletín, es el único campo donde puedo pasar en limpio alguno de esos conocimientos. Por lo demás es como un nerdismo, una tendencia nerdy o nerdish, que no llega a configurar una personalidad
nerd lisa y llana por falta de perseverancia en un interés único. ("¿Dónde está el acento de la zeta en este teclado?" pregunté una vez en un diario, lidiando con el tipeado de un capítulo que transcurría en el barrio viejo de Praga, y por eso incluía dos palabras en ídish.)
Hay más gente así. Tengo un amigo que se pasó un verano estudiando élfico, y una amiga que se compró tantos libros usados sobre fauna marina prehistórica que llegó a encariñarse con los trilobites. No es que tuvieran tanto tiempo libre, sino que el tiempo libre es precisamente eso: libre.
Con mi amigo, el que aprendió élfico, en enero de 1991 inventamos el
macgyverismo.
El macgyverismo es la vanguardia de McGyver. Su lema: no salgas a comprar nada, todo lo que necesitás está en casa. ¿Clavos en U? Doblamos a martillazos los clavos derechos y santo remedio. ¿No hay alcohol puro para limpiar el teclado de la computadora? Le damos con acetona para quitar el esmalte de uñas. ¿No borra las letras? No, pero desintegra la pintura del mouse que es un encanto.
Todo un precursor mi padre, que en paz descanse, me enseñó a rebobinar cassettes con una birome BIC de perfil octogonal. En enero del año pasado, antes de que cundiera la módica bonanza kirchnerista entre el lumpenproletariado, con mi amigo organizamos una fiesta de cumpleaños magnífica por treinta pesos (jardinera de lata, tomates de la huerta, mayonesa casera y la cerveza la ponen las visitas). Una de sus mejores discípulas se pintó la casa con $2: lija, y cal.
No me acuerdo con quién fue que hablé una vez de los saberes carcelarios. Aprender HTML de los otros bloggers, por ejemplo, tiene esa cualidad fragmentaria y cooperativa ("nómade", diría Deleuze, citado por Stella) de los saberes carcelarios: uno te enseña a armar una ganzúa, otro a usarla, y cuando te quisiste acordar nunca fue más cierto eso de que el saber abre puertas.
Puertas para salir a jugar.