La música del ser
Es de lo que se ha tratado la poesía lírica, al menos de Goethe a esta parte; es de lo que se trató precisamente la poesía del rock que escuchábamos los pibes y las pibas allá por 1980. "Hoy sé quién soy", escribía el Flaco Spinetta en "Guitarra Negra". Spinetta, desde un público reducidísimo, "evolucionó" -socialmente al menos- hasta el ámbito burgués del Teatro Colón. Y Charly García, el cirquero Charly, quien a mediados de los 70 junto con Nito Mestre amplió a los no iniciados el público del rock, siguió siendo adolescente a través de todas sus mutaciones musicales para que quienes perdimos el rumbo podamos reencontrarlo y decir: "Hoy sé quién soy".
Esto ya pasó antes. Salvando las distancias, esto les pasaba a los jóvenes poetas románticos alemanes con Goethe, Schiller y Hölderlin. El vate como un dios, un daimon, un guía. Para mí -y no exagero-, eso fue y sigue siendo Charly.
De 10 años a esta parte -es decir, desde el estreno de su más bien olvidable "La hija de la lágrima"-, la escena que arma Charly en sus shows es la escena del yo: un show del shó. No sabría decir si los matices religiosos de su gestualidad son irónicos. Charly es una estrella de rock, se trata de eso: de rock, y de ser una estrella. Charly fue rotando su público a través de varias etapas. A Charly lo descubrimos con las baladas, hoy clásicos de fogón, de Sui Generis (recuerdo que descubrí "Confesiones de invierno" y me sorprendí de ese Francois Villon redivivo... en la radio, en la sala de espera del ortodoncista). Los no rockeros (yo no) lo abandonaron con las complejidades sinfónicas de su siguiente grupo, de rock "en serio" (?) García y la Máquina de Hacer Pájaros (todavía amo el primer disco de La Máquina, con sus letras surrealistoides ma non troppo, aunque el segundo, "Películas" me pareció demasiado candombero y paranoico). En 1980, los fans de la fusión lo dejaron a Charly en la estacada cuando fundó esa cumbre que fue Serú Girán. Fundación que le atrajo la devoción casi religiosa de los que no habíamos entendido "Películas" pero amábamos sus letras poderosísimas, aplaudíamos los solos de batería de Oscar Moro, gustábamos de la voz blusera de David Lebon y valorábamos muchísimo el jazz rock de Pedro Aznar. En 1983 los fanáticos delirantes de "Seru" le aceptamos el primer álbum de su etapa solista, "Clix Modernos" (1983), con maquinitas de ritmo y todo, pero con "Piano Bar" ya vino el recambio: ese disco era para que lo bailaran los pendejos poperitos alfonsinistas boludos de los ochenta, pisando cadáveres; nosotros los viejos y las viudas de 19 ya no entendíamos más nada. Volví a Charly más tarde en la década de los ochenta con esos dos excelentes discos tristísimos, bellísimos, llenos de "clima" y tolerablemente funkies, que fueron "Parte de la religión" y "Cómo conseguir chicas" (los había comprado el menor de mis hermanos menores, a todo esto, y los pasaba en el combinado de mamá). Pero mi antigua pasión renació recién a comienzos de los noventa con las canciones de gatos y vampiros de "Tango 4"... para volver a apagarse con "Filosofía barata y zapatos de goma", que ofrecía más de lo mismo y no podía competir con lo que sacaba por esa época el Flaco. Después, con "La hija de la lágrima", escribí una nota condescendiente en el Buenos Aires Herald y di por terminado mi affaire Charly. Los niñitos que tarareaban extasiados en el colectivo esa pavada de "la sal no sala y el azúcar no endulza" a la salida de aquel show en el Opera en 1995, confirmaron mi rechazo. Yo ya era grande. De su etapa "Say no more" no entendí ni quise entender absolutamente nada.
Inmortal cual ave fénix, mi amor renació ayer, cuando lo fui a ver al Estadio Cubierto de Newell's Old Boys (pésimo el sonido) y me di cuenta de tres cosas: una, Charly hace rato que se halla en su etapa "Obras completas" (que no es lo mismo que un Obras lleno); dos, hoy sé quién soy, lo supe anoche cuando lo oí cantar "Seminare" y pedir "encendedores, como en los viejos tiempos", que se encendieron obedientemente dorados bajo una luz color índigo, mientras yo descubría que podía cantar sin que se me quebrara la voz y llorar un llanto sin sollozo, hecho exclusivamente de lágrimas, MIS lágrimas (de alegría); tres, que mi amor por Charly es la mejor inversión que hice en mi vida. Yo ya sabía que él era Dios (yo había dejado a Dios por los Beatles, y a los Beatles por él) cuando allá en mi adolescencia iba a sus recitales en compañía de mi mejor amiga, con una remera diseñada por mí y hecha en batik con un bigote bicolor formando la palabra "Charly" en letras estilo psícodélico; yo ya sabía que él era Dios cuando lo corría o saltaba al escenario para abrazarlo, besarlo y regalarle mis poemas dedicados a él. Y él tenía apenas veintipico de años, ahora que lo pienso. Mi gratitud por el don que son sus canciones no tuvo ni tendrá límites. Mucho de mi escritura nace de ese sentimiento. Espero que mi gratitud y mi amor lo hayan sostenido aunque sea una ínfima parte de como a mí me sostuvieron sus canciones. Y confío en que así sea.