Déivid hoy aprovechó el veranillo para limpiar y acomodar el corralito de los cuises. Les puso un cartelito de la Virgen de Luján que encontró en la calle, clavado en una de las maderas.
La verdad, que mucha protección mística no necesitan. Nadie piensa comérselos, no al menos mientras las traducciones (mías, suyas y de ambos; no de los cuises) sigan dando sus frutos.
(¿Cómo hago para no tener que tipear "Heathcliff" a cada rato sin recurrir a engorrosos expedientes como el artesanal copypaste y sobrescritura, o el lento Trados? Si programo un autotexto, va a saltar el nombre del héroe/villano cada vez que nombre el brezo,
heather, que también abunda por esos páramos brontesianos que estoy traduciendo al castellano de la pampa.)
El que sí tiene un problema metafísico es mi gato. Se aburre si no puede jugar con los cuises, pero para poder jugar tiene que esperar a que los cuises invadan el estudio.
Ahí el juego, al gato, se le acorta mucho: los corre, y ellos enseguida huyen para la pieza de Déivid, donde tienen su corralito con servicio de catering de lechuga, acelga y alfalfa las 24 hs.; si mi gato los quiere seguir hasta ahí, es expulsado de inmediato por Déivid, que no le perdona las meadas de colchón del invierno pasado.
(Desde una perspectiva antopocéntrica la comida, en el idioma cuis, es
Jujuy: cuando tienen hambre, a la hora que sea, empiezan: ¡Jujuy! ¡Jujuy!)
Déivid está convencido de que puede educar a mi gato para convertirlo de cazador en pastor. Es decir, llevarlo del Paleolítico al Neolítico, a fuerza de voluntad. Es como las maestras norteamericanas que trajo Sarmiento, ese nivel de optimismo. Yo me opongo rotundamente a los métodos victorianos (léase: papirotazo con el Radar) que Déivid quiere usar con mi gato. Mi teoría
laissez-faire, más propia de la pedagogía moderna del siglo veinte, es que el gato pasará de cazador a pastor sencillamente por defecto, es decir, que será pastor porque no le quedará más remedio, mientras sus presas sean más rápidas que él y no alcance a cazarlas.
El caso es que su instinto de caza, como ya lo describí, viene siendo cooptado por nuestros intereses, que se resumen, en parte, en la siguiente consigna: "cuises, al corral".
El problema es que, además, yo quiero que mi gato juegue. Por él, y porque me divierte el show de Tom y Jerry en vivo que tenemos en casa. Encima, mi gato es muy parecido, en el color del pelaje, al gato Tom.
Ahora está en su almohadón del comedor, durmiendo.
Pobre mi gato, que cuanto mejor juegue, menos juega.