Llamado así en honor al escritor español que a fines del año pasado escandalizó a la opinión pública declarando, desde su rol de jurado del Premio Planeta España, que se resignaría a premiar lo menos malo. Este señor tan exigente con los otros y consigo mismo (y lo segundo se agradece) tal vez haya expresado, con su amago de patada al tablero, un nuevo síntoma de los concursos: siguen estando reglamentados en función del viejo paradigma de la pirámide, sin adecuarse al nuevo paradigma de la campana.
Me explicaré.
La tipa, llamémosla X., acepta ser jurado en un premio municipal de cuento juvenil. Le mandan los casi sesenta cuentos enviados, más un bosquejo de reglamento para todo el jurado: tres premios, alguna que otra mención y diez de antología, incluidos por supuesto los premiados. Se hace la salvedad de que pueden antologarse un par más, y se insta al jurado a resolver todo por email; no lo dicen pero la tipa cree leerlo, no se junten a ver si todavía se arrancan los ojos o se matan entre ustedes, defendiendo a capa y espada las perlas que seguramente vayan a encontrar.
Entonces la tipa, en los ratos libres que le dejan sus otros trabajos, se lee TODOS los envíos ENTEROS. Los ordena de mejor a peor. Se le desdibuja el cuerpo de tanto sentarse. Busca luego en la pila, como quien corta un mazo, la línea divisoria por donde separar lo antologable de lo deleznable: para su sorpresa, queda más o menos por la mitad. No encuentra la otra línea, la línea a trazar entre lo común y Los Tres Supremos. Descubre, primero con alivio y luego con horror, que a partir del décimo desde la mitad para arriba los cuentos son de la misma calidad aproximada de la ficción que ella escribe... exceptuando un top five de (y no por ello extraordinarios)
mejores que lo suyo.
Gosh! ¡Y estamos hablando de
jóvenes!
Calma. En su fuero interno, la tipa es muy consciente de que lo suyo no es extraordinario ni malo. Cuando leen algo que ella regaló o colgó en Internet y le dicen que lo suyo es lo mejor del mundo contemporáneo, agradece pero piensa (no lo dice) que están exagerando. Lo suyo (cree) no es tampoco regular sino bueno sin más, es decir: correcto, aceptable. No se siente genial ni descartable; no se siente del montón. (Ella todavía se imagina que existen un montón de escritores malos.) Cuando la tratan de mediocre, escucha como quien oye llover. Pero la pila de papeles ajenos en su escritorio, que ya no sirve más de camita para el gato porque está toda desordenada, le demuestra que hay al menos unos veinte pendejos que escriben igual o mejor que ella. Nada que ver con la fantasía de los organizadores del concurso: tres excelentes, nueve buenos, cuarenta y ocho a la basura. No. La fórmula es más bien algo así como: treinta buenos sin más, veintiocho malos, uno o dos bastante buenos, nada o casi nada extraordinario.
¿Será que nos inunda la mediocridad (una de buena calidad, pero mediocridad al fin), o que la campana se ha impuesto a la pirámide?
Lo que puede que se le haya pasado por alto al ilustre Marsé (o lo que X. necesita creer) es que cada vez más gente escribe bien, sencillamente bien. Contamos con más recursos: sin ir más lejos están los correctores ortográficos de Word, pero también proliferan los clásicos en la Red, las escuelas de periodismo, los talleres literarios, y hasta los amigos escritores más sabios por viejos, o más jóvenes pero menos testarudos y un poco más avispados, que nos dan consejos útiles y constituyen una especie de taller literario gratis e informal al que podríamos llamar "la universidad de Quilmes" (mozo, otra rubia...).
Con tanto a disposición, y con el estímulo de tantos premios que andan dando vueltas, hay que ser un auténtico cascote para no aprender algo. Ya no son cincuenta, son sólo algo menos de treinta (la mitad) los que mandan a un concurso y hacen un papelón. Eso, en el caso que cuento. Pero aún suponiendo (y es una suposición muy plausible) que el rasero con que juzgo la calidad sea demasiado bajo, ¿premiar lo menos malo, no equivale acaso a premiar lo apenas un poquito mejor? Es que también son cada vez menos, por lo que puedo ver, los que pegan el batacazo, los que meten un gol de media cancha al centro del arco. Y la pregunta que surge es: ¿aquellos primeros premios por unanimidad de antaño, eran de verdad excelentes? ¿Correspondían a un tiempo de condiciones más duras en que alguna rara voluntad, algún raro talento, se imponía sobre la adversidad y triunfaba? ¿O se destacaban entre el fango como un pedazo de lata que parece, a falta de otra cosa que brille, auténtica plata?
Un lápiz, acá.