películas lujosas
Miss Matilda Crawley: Oh, por favor, dígame que hay algo de mala reputación en su pasado...
Becky Sharp: Bueno, mi padre era artista.
Miss Matilda Crawley: Ah, eso está mejor; espero que haya sido uno bien muerto de hambre...
Becky Sharp: Absolutamente famélico.
Vengo de una seguidilla de películas lujosas: Merchant of Venice (mi amiga, a la salida, exclamaba: "¡qué trajes!"), De-Lovely (la suntuosa pero sosa biopic sobre Cole Porter con Kevin Kline donde la música parece envuelta para regalo pero no hay un solo personaje simpático), y, anoche (justo antes de que la bajaran de cartelera Rosario, Vanity Fair, de Mira Nair, directora india a quien pocos críticos le perdonan que haya transformado la novela satírica de Thackeray en un "costume melodrama" chato y atiborrado. Okey, pero con una encantadora química americana-inglés entre una Reese Witherspoon glamorosísima en el papel de Becky Sharp, muy bien dotada no sólo para la actuación sino para llenar escotes estilo siglo diecinueve (¡qué envidia! Maternalmente me reproché miles de veces, en esas dos horas, cómo no comí un poco mejor cuando era adolescente; hoy podría competir con aquello) y un James Purefoy que, a ver, no será el primer Al Pacino o el último Chris Penn, pero le sale muy bien el papel de bueno (o de hombre enamorado que se las banca todas, hasta que...) y, a pesar de que con esas patillas y ese uniforme obsoleto de la Royal Army parece el general Belgrano en los cuadros de la escuela, de civil (con patillas y todo) tiene ese grado de belleza ante el cual un poeta sólo podría conservar el honor de su oficio llamándose Shakespeare. Porque todos los demás al intentar describirla nos desbarrancaríamos por las banquinas del lugar común o de la guasada. De modo que optaré por callar.
No quiero ser injusta con Reese. Hay momentos de la película en que tiene tal gracia que parece la encarnación humana de un pavo real. Y esos danzarines hindúes que aparecen por todos lados... no es sólo lujo: es maravilla.
Bueno, basta de mariconerías.
Cuando pueda me compro el libro.
Esto iba a ser un post sobre lo victoriana que es la sociedad atopiana (a.k.a. rosarina), pero no tengo ganas de entrar en (más) quejosos detalles autobiográficos. Para muestra basta un botón: a las dos primeras líneas del diálogo citado más arriba podría haberlas oído en cualquier charla de cualquier bar pequebú antes de que asumiera Lifschitz y prendiera la idea de que el arte atrae al turismo.
UPDATE: Dora sigue engordando. El tomate resiste.
<< Home