Artista de la inmediatez
por Beatriz Vignoli
“Gozar un solo minuto de vida inicial”, pedía en un poema Giuseppe Ungaretti. “El sabor del origen”, definía un aún no desacreditado Martin Heidegger.
Creo que un posible sinónimo de esto es “Mozart”.
“Mozart” nombra la música que nos constituye. Es un nombre propio que enuncia una cualidad, o suma de cualidades, bien modernas: levedad, melodía, alegría, inocencia, gratuidad; espíritu lúdico, un sentido que procede únicamente de la forma. Decir Mozart es aludir a un arte que no está de vuelta de nada. Un arte que es una pura voluntad de inocencia, un arte que es todo novedad; pero una novedad sólo pendiente de sí misma, que no mira –como el Jano bifronte de las vanguardias– hacia los escombros de algún otro arte dejado atrás.
Artista que formó su lenguaje a mediados del siglo veinte, intelectual de su época, testigo consciente de la fisión del átomo y –como todo argentino de su siglo– sobreviviente de momentos históricos signados por la destrucción social y económica, Hugo Padeletti (Alcorta, 1928) participa de un clima común de cansancio respecto de todo lo que sea excesivamente premeditado o denso en referencias. Es, en alguna medida, un clima de posguerra. Su mirada de artista se vuelve hacia la naturaleza, entendida no como madre según el mito romántico, sino como ejemplo de buena forma: “¡Variaciones dilectas del helecho / que a través de otros ojos, de otras fuentes, / persiste en diferentes / volutas y no cambia!” exclama en un poema dedicado a Dante Pierpaoli y significativamente titulado “Homenaje a los clásicos”.
Pero si bien hay profundas semejanzas entre ambos, es injusto hablar de sus dibujos como una mera prolongación gráfica de su poesía. La obra plástica de Padeletti es de todo menos literaria. El significado como carga que portan los signos, según el modelo hermenéutico de la obra-como-texto forjado y cultivado en el Romanticismo, cae y se desarma, no se sostiene en estas alturas tibetanas casi carentes de atmósfera. Sus dibujos son como plantas del desierto. Mis favoritos consisten en una única línea que va tanteando su forma por un puro impulso vital. Arabesco, tal fue el nombre que los artistas occidentales le dieron a esa relación casi musical con la línea. Como si hubiera hecho falta remitirse a alguna irreductible otredad –Oriente– para soportar la visión de la abstracción, esa humilde maravilla.
El dibujo, la línea, la pura forma, todo ello plasma y configura el sistema óseo del resto de las artes. O como solía decir Padeletti en sus clases de Estética en la Universidad Nacional de Rosario, citando a Walter Pater: todas las artes aspiran a la condición de la música.
Si el fondo de la música es el silencio, entonces el fondo del dibujo es el vacío. Pero tanto el silencio como el vacío, en Padeletti, son constitutivos. Esta peculiar reversibilidad entre fondo y figura es lo que permite equiparar el trazo del lápiz o de la birome de Padeletti con el rasgado o el tijeretazo que marca el contorno de sus collages. En ambos casos, como los experimentos espaciales de aquel precursor suyo no del todo reconocido que es Lucio Fontana, se trata de hendir una masa neutral preexistente: dejar una marca. Todo arte es, en el fondo, religioso y rupestre. El arte de la segunda mitad del siglo veinte ya no es más “construcción” como querían los soviéticos de la Revolución, sino que es marca, graffiti, gesto de afirmación vital sin más contenido que la voluntad de vida y de conexión con los demás seres vivientes, voluntad implícita en el gesto mismo.
El arte de Padeletti no planea nada a futuro: se da todo en un aquí y en un ahora. “Eternidad del instante” es el koan que él ha acuñado para abarcar lo esencial de su experiencia plástica: esa identificación paradójica entre lo infinitesimal del tiempo y el espacio y su infinitud. Hablamos aquí de “koan” y no de concepto porque este último implicaría la presencia de un sistema, mientras que el koan es el enunciado paradójico que sólo puede aprehenderse en simultaneidad y velocidad absolutas. Lo instantáneo, esa novedosa condición de lo industrial, también puede ser una virtud espiritual y estética.
Hay más que decir sobre tal inmediatez. Ocurre que precisamente su énfasis en la sensibilidad es lo que hace que los dibujos de Padeletti puedan guiar al espectador hacia algo así como ideas plásticas. Logran esto porque no se quedan en la seducción fascinante de lo sensible, sino que en su extrema austeridad convocan a la intuición, presentando una elemental lógica de la forma. Lo sensible se aproxima así a lo inteligible, pero no se separa de lo sensible al punto de volverse completamente intelectual, ya que no está mediado por un alfabeto semántico. Si hay algo que entender aquí, está completamente dado, completamente presente. Los signos y su grado de abstracción, que implica ausencia, son aquí innecesarios. “Las hojas tienen su propia actitud cada una”, escribió Padeletti luego de una temprana experiencia espiritual de empatía con la expresividad de las formas naturales.
Lo artístico como inseparable de lo espiritual y de lo estético, la forma como algo indisoluble respecto de una condición de la sensibilidad que constituye el fondo de verdad de la forma, el fundamento de su autenticidad: tal es la enseñanza ética que el arte de Padeletti está dispuesto a brindar a quien sepa recibirla. Quienes amamos este arte confiamos en que siga encontrando su público, y en que hoy –más que nunca– sea su momento.
Rosario, marzo de 2005
Listo. El fin del anonimato.