Elogio de la vanidad
Cuento acá cosas de mi vida personal precisamente porque al no tener mi vida mucho de especial, es muy posible que le pasen cosas parecidas a otra gente, que disfrutará reconociéndose. Creo que ese es el sentido de un blog personal, que habla de lo ordinario más que de lo extraordinario. También creo en el mensaje que se encuentra escrito en turquesa, sobre fondo negro, a la izquierda de este texto...
Por eso no me molesta hacerme cargo de cierto dolor social, no sólo individual, por el no reconocimiento: se trata de algo más profundo, colectivo, que me trasciende.
Anteayer, al releer algunos viejos posts, mientras los ordenaba para que mis lectores (¡que existen, y dan pruebas de ello!) puedan consultarlos con más facilidad, me encontré con que la mayoría de las pesadillas que cuento (y de las que después hago cuentos o fragmentos de relatos más largos, como si el sueño mismo no alcanzara para elaborar aquello que el sueño trata de decir, y hubiera que contarlo dos veces más) se trata de seres extraordinarios: tullidos, rengos, paralíticos, monstruos, seres deformes y paralizados. Un terror recurrente a la inmovilidad, a la fealdad y a la dependencia, mezclado quizá con el recuerdo de visitas infantiles a los hogarcitos del Cottolengo Don Orione que construía mi viejo, sin pedir un peso, a lo mejor aparece acá. O quizás se trate de un terror más preciso todavía: tener que ser quien se mueva por otro, quien tire de los hilos del destino de alguien que está esperando que el éxito o la gracia le lluevan como un premio divino.
Alguien especial y dependiente: toda una imagen decimonónica del artista.
Mi actitud, en la vida, es más bien dieciochesca, es decir, pragmática, y muy poco romántica: salgo cuando puedo a buscar en dosis un tanto modestas eso que llaman "éxito", generalmente el mío propio, pero a veces también el de los demás (bueno, no siempre, porque a veces hay lugares que no parece que vayan a recibir bien a nadie, y ahí no entro hasta que otro me avise que ya pararon de tirar), sin esperar ninguna señal del cielo que me diga si lo merezco o no. Capaz que no lo merezca un carajo, pero no me importa. Escribir y que me lean es lo que quiero. No creo en ninguna forma de justicia divina, y es por eso que tampoco creo que el éxito de algo sea necesariamente la medida de su calidad, o el poco éxito el de su mediocridad, aunque nada de lo dicho sea una regla (Dickens fue popular, etc.). En suma, no es que me la crea, simplemente: quiero. Pertenezco por elección a la primera modernidad, prerromántica, no enturbiada por las desdichas de la fe.
Otra cosa: qué lindo que está Roberto Arlt en la foto de la página 3 del suplemento Ñ. Arlt acá es un morocho feliz, un veinteañero serio y "asentado" pero todavía con una pinta bárbara, sentado entre su esposa de rostro sufrido y su bonita hermana. Las dos mujeres están de pie, con abrigos caros, y la primera sostiene a la hijita (¿Mirta?) de ella y del escritor sobre un burrito o borriquito casi bíblico, de pesebre navideño. Hay otra mujer en la foto, también de pie: es de raza negra, una "muchacha" de la servidumbre que quedó en el anonimato. Esta estampa familiar no tiene nada que ver con el Arlt que yo me imaginaba al leer sus "Aguafuertes", solterón y tirado en la catrera, de donde se levanta a escribir para El Mundo (el Mundo es el nombre del diario) entre mate y mate. Esa era la imagen que daba de sí mismo, forjada más o menos inconscientemente según el gusto romántico de sus lectores.
Conocí un tipo que era realmente así, en Rosario. Un "escritor secreto", como gustan decir los críticos: mateaba, escribía, y acumulaba poemas para la posteridad.
Un día se murió. Sus parientes fueron a vaciar la casa y le tiraron todos los papeles a la basura.
Le ponía café al mate, me acuerdo.
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