Grunge and beyond
Me gusta el grunge. Me encantaba la movida de Seattle. Extraño a Nirvana. “No Rain”, de Blind Melon, llegó a ser una de mis canciones favoritas. Pero entre la gente que todavía escucha esa música me siento como un gigantesco reptil antediluviano de caparazón coriáceo y metálico entre sedosos pececitos de colores. Tengo miedo de respirar muy fuerte y romper algo. Hago esfuerzos por no pronunciar demasiado seguido la palabra “cerveza”. Sé positivamente que a medida que avanzan los minutos me voy convirtiendo ante los ojos de esos pitufines en una especie de Homero Simpson con insignias neonazis en la solapa (solapa ancha, por supuesto). No hace falta que hable: basta un ligero movimiento de cabeza al compás de cierto ritmo, y se abre el abismo. La Gran Brecha Generacional. La que me convierte, ante personas a la que les llevo quizás ocho años (o cinco, o cuatro, o apenas dos), en una especie de pieza de museo; algo como esas películas que uno miraba los sábados a la tarde por Canal 5 para enterarse de lo ridícula que era la gente de antes.
Ellos sacarán sus estúpidas conclusiones: la gente de antes era rockera... ¡Rockera, no! –les corregiré–¡eso es un invento revisionista! Allá en las cavernas, todos éramos rockeros (con "o"). Salvo en raros casos de noviazgo enfermizo, reemplazábamos el sexo por la música, y nos reproducíamos dividiéndonos a nosotros mismos como amebas. Los rockeros de antes éramos egocéntricos, narcisistas, megalómanos; individualistas, apolíticos, insolidarios... en suma, unas vidas desperdiciadas...
“Pero, papá, ¿qué hiciste?” Explicar que en las cavernas prehistóricas rockeras no se había inventado todavía el concepto “hacer” tal como lo conocemos ahora. De acuerdo, hijo, hacer es hacer algo: pero esto es ahora, en la Era Compulsiva. Antes, uno muchas veces hacía tiempo. No el tiempo de los tangueros, el de la abuela, el que mata y destruye; no, uno a veces simplemente se limitaba a estar ahí. ¿Nunca hiciste tiempo?
Y hay que empezar a explicar todo desde el principio: “Antiguamente, existían unos lugares llamados universidades, y otros lugares llamados oficinas. Uno ahí hacía cosas, pero no en forma independiente; no como proyecto con unos amigos. Uno estaba ahí para obedecer órdenes y ser útil al capitalismo, o para aprender de la gente mayor que uno, que en aquellos legendarios y mitológicos tiempos disponía de algo bueno que daban los años y que se llamaba experiencia. No se trataba de crear un producto y diseñarle un packaging y armarle un marketing y seducir a algún target y aprender a venderse por ahí. La onda indie no se había inventado. Cuestión que cuando uno salía de cumplir aquellas arcaicas cosas que llevaban el abstruso y obsoleto nombre de obligaciones (sí, reíte)... bueno, entonces disponía de unas horas de un tiempo especial denominado ocio, en que uno se juntaba con sus amigos y –por increíble que parezca– no hacía nada. “
“¿Pero, papá, qué tenían?” Y acá nos topamos con la Antigua Palabra Prohibida. No la vamos a decir: sería injustamente autoincriminatorio. Y ellos no podrán entender qué tenía de grave. A aquella cosa, la sola sospecha de cuyo uso nos marginaba automáticamente de cuanta institución o empresa pudiera recibirnos, los élficos y desmañados seres de la tercerización laboral la mascan como chicles, la dejan tirada entre sus bocetos y sus máquinas.
Y ni hablemos de sexo...
Hay, en esta gente modelo 1975, un oxímoron ambulante que se resume en la palabra nadar. Me resulta impredeciblemente enigmática su mezcla estilo Leaving Las Vegas de relax y eficacia, de confraternidad y cinismo, de lumpen y PyME, de trasnoche y puritanismo, de elegancia y vómito, de lirismo y sentido comercial; me da ganas de aullar de horror su incapacidad de meter un pulóver en un balde con Woolite, unida a un sentido implacablemente estético de la imagen.
Hay algo de intransferible en eso que cada género musical popular dice de su época. Un cuerpo abandonado por su canción de moda es un cuerpo exiliado. ¿Quién se acuerda hoy del shimmy? Ya no vive nadie que lo haya bailado. ¿Cuánto del sentido y la belleza de la prosa de Scott Fitzgerald, por ejemplo, nos perdemos porque su aroma, su perfume íntimo, le fue confiado a la memoria efímera de un género popular?
¿Y la rumba?
¿Y el mambo? En los años cincuenta, mambo era sinónimo de locura en un sentido muy distinto al de ahora. Tienen ochenta años los que lo bailaban. Ya no podrían enseñarlo. Tienen setenta los que bailaban rock, eso que en se ve en las películas de Elvis y que los rockeros de mi época llamamos “rock clásico”. Ya me he aburrrido en fiestas donde nadie bailaba rock. Y no es sólo el baile. Hay todo un modo de vida, una manera de estar en el mundo, que el cuerpo y el alma cifran en la música, y que transmiten a través del baile.
Temo un futuro espantosamente solitario.
("Hacé de cuenta que estuve navegando", mi "blog offline", entrada del 8 de enero de 2003, fragmento)
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