Friday, January 07, 2005

Centauros y tigres de Bengala

Thousands at His biding speed
and post o'er land and ocean without rest...


(Miles a Su llamado acuden prestos/ y viajan sin descanso por tierra y por océano...) Milton, "Sonnet on His Blindness".

Mi tío y mi papá, cuando les preguntaban cuál era su profesión, siempre respondían: "empresario". O si no: "empresarios", si estaban juntos y les era dada la posibilidad de contestar al unísono como Tweedledum & Tweedledee, los dos huevos con patas que inventó Lewis Carroll para entretenerla a Alicita Liddell en largas tardes victorianas.
En realidad mi tío es ingeniero mecánico y mi viejo era ingeniero civil. Fueron a la escuela pública gratuita que según Sarmiento haría de este país un gran país. Ambos crecieron odiando y admirando a Perón con dosis de afecto ambivalente casi empatadas. Lo admiraban por piola, por canchero, por macho argentino, por ganador. Lo odiaban por las cosas jodidas de su gobierno y quizá tal vez porque odiarlo era de gente bien, pues quedaba fino decir: "oh, estos bárbaros...", secándose el sudor tropical de las gafas oscuras estilo Victoria Ocampo con un pañuelito de lienzo de Holanda como el que usan los niños verdugos en el cuento de Osvaldo Lamborghini "El niño proletario".
Pero no nos desviemos. Estoy hablando del marido y del hermano menor de mi madre. Como dicen dos niños friquis en la película "Los locos Addams": "¿Crees en el Mal?" "Bueno, tú conoces a mi madre".
Mi madre enviudó al cabo de una abnegada carrera de esposa de (grandes esas comillas) "empresario". Mi tía, en cambio, se separó de hecho, aquejada de una enfermedad psicosomática crónica, al cabo de una abnegada carrera de esposa de "empresario". Mi viejo se fundió, resurgió, se enfermó y se murió, en ese orden. Mi tío se fundió y resurgió incontables veces para convertirse en ese señor tan raro que anda por ahí volviendo locos a los empleados de los locutorios desde donde todavía intenta contactar a sus potenciales inversores del Japón.
En nuestra familia siempre hubo dos clases de hijos: los buenos/útiles y los malos/inútiles. Los buenos eran los que apoyaban el sueño de papá. Los que corrían cuando se le perdía un papelito importantísimo... He visto mucho caos en mi vida, el de mis propios papeles incluido, pero nunca vi nada tan enquilombado como la oficina de mi viejo en sus "buenos" tiempos de "empresario". Sus buenos hijos lo ayudaban a buscar el puto papelito sin perder la calma, como santos, mientras mi viejo lloraba a gritos y se revolcaba arrancándose los pocos pelos que le quedaban, tirado en la moquette casi virgen de aspiradora de donde brotó no poco de nuestras EPOCs y alergias.
Los malos éramos los que lo imitábamos: los que lográbamos ser más narcisistas e inmaduros que él, que llorábamos a gritos llamando a mamá (no la culpo por tener tan poco tiempo para pasar la aspiradora, pobre vieja) cuando se nos perdía un importantísimo y puto papelito a nosotros.
Los buenos -mamá a la cabeza, santa patrona del grupo excepto cuando perdía los estribos e incurría en presuntas tentativas de infanticidio calificado de las que después se olvidaba- existían en función del sueño burgués de mi viejo y no tenían proyecto propio, ni tiempo para sí. Si acudían de inmediato al llamado de mi viejo era porque él no sólo dependía para la más infima cosa de los demás, sino que la menor dilación les granjeaba crueles quejas ante terceros y rencor por megatones por parte de mi ingrato padre.
Pero los buenos también podían ser malos: a veces lo imitaban a papá en su desborde y en su desprecio por los demás. El blanco predilecto del bueno vuelto malo éramos los malos de tiempo completo, los inútiles, los insumisos por default. Los que no servíamos para instrumento, porque nos borrábamos del gran proyecto paterno de ascenso social. Si, en castigo, no nos dejaban hacer la nuestra, tampoco haríamos la de otro. Quedábamos arrumbados: al margen, sin entidad, sin responsabilidades ni derechos. Éramos (perdón que intelectualice; además uso el plural para no sentirme tan sola), éramos el eterno objeto de inmerecida lástima por nuestra supuesta incapacidad, pero también éramos el "homo sacer" de la teoría de Agamben, el punching-ball familiar, el cuerpo contra el que cualquier violencia puede, impunemente, ejercerse.
Caín, bah.
O si no, Calibán.
Vaya opciones...
Treinta años de psicoterapia de diversas escuelas, psicoanálisis incluido, me convirtieron en alguien capaz de no levantar el tubo del teléfono la tercera vez que llamó mi tío para dictarme cambios de último momento en el envío de un e-mail al broker japonés, testaferro de un anónimo inversionista de rupias un poco mojadas por la tsunami, de cuya existencia toda la familia sospecha menos yo. Hoy mi tío estaba furioso por mi negligencia, que él no dejó de notar. Y eso que anteayer -¡5 de enero, víspera de la Epifanía de los Reyes Magos!- luché a su lado a brazo partido contra el empleadaje de los locutorios rosarinos toda la tarde: 40 grados Celsius a la sombra y yo me sentía Tom Cruise en "El Último Samurai", peleando por la Gran Causa (y no por absurdos caprichos y delirios míos tales como estudiar HTML, publicar novelas, enseñar a escribir poesía que es tan fácil, o traducir obras de intelectuales de países centrales dignas de ser leídas por toda la humanidad). Después de ayudar a mi tío, sentí desaparecer mi sensación crónica de aislamiento y soledad. Comprendí a mi madre: qué tranquilizador es saberse necesaria, tener alrededor gente que dependa de una como bebés. Comprendí mi propia vida: qué cara que me cobraron mi (relativa, parcial) independencia, qué sola y abandonada estuve desde que quise romper la trampa de la interdependencia enfermiza y defender mi propio proyecto, para el que no había inversores en casa.
Ni en Japón, para el caso.
Algo de todo esto quise decir, colega blogger Omar Genovese, con mi lapidaria frase "todos somos culpables". Quise decir que mi generación es la cadena de transmisión entre la locura argentina de los '70 y la de los '90, ambas enraizadas de distinto modo en la locura peronista de los '40: el exagerado paternalismo que hizo de Perón el único Padre Argentino posible, a la vez que elevaba al medio pelo hasta el vértigo de una cuasi realeza "empresarial".
Pero mis buenos terapeutas me enseñaron que los Reyes Magos no existen. Que si tu proyecto exige capacidades superiores a las tuyas, no tenés que engendrar y criar "genios" para esclavizarlos.
Tenés que renunciar y adecuarte a lo posible.
Creí que moriría sin llegar a ver el día en que la generación anterior a la mía entendiera esto.
Pero hoy parece que Elsa Drucaroff (ver post más abajo) lo entendió.
Gracias, Elsa. Bajate del caballo con las fuerzas que te quedan: yo te tiendo la mano, sin rencores, como se la tendí a mi padre cuando estuvo enfermo; a vos, que sos la más sana. Bienvenida, Elsa, a este hermoso suelo. Nos pertenece: ya bajamos de los barcos. Hay 188 gaviotas muertas en la playa y nosotros nos estamos bajando de los barcos. Y de los caballos. Y de los semáforos. Y de las alambradas de las canchas. Y de hombros que más que hombros son lomos, a esta altura. País de centauros. Fabuloso país de niños que montan en centauros. Niños de sesenta, centauros de quince. Niños que nacen a granel, como el grano. Vidas que nada valen porque no fueron soñadas, ni planeadas; madres adolescentes sin posibilidad de elegir otro proyecto que la maternidad. Ellas no son culpables.
Gracias, Elsa.
Por fin puedo llorar.