La primera vez que ella salió de su cuarto fue a comienzos de marzo del año siguiente. El señor Linton había puesto en su almohada, por la mañana, un puñado de doradas flores de azafrán; sus ojos, ajenos durante tanto tiempo a cualquier fulgor placentero, las vieron al despertar, y resplandecieron de gusto mientras ella las juntaba con ganas formando un ramo.
-Estas son las primeras flores de las Cumbres -exclamó-. Me recuerdan los vientos templados que funden los hielos, y el sol tibio, y la nieve cuando casi se ha derretido. Edgar, ¿no sopla el viento del sur, y no se ha ido ya casi toda la nieve?
-Por aquí ya casi no queda nieve, querida -contestó su esposo-. Sólo alcanzo a ver dos manchas blancas en toda la extensión de los pantanos. El cielo está azul, las alondras cantan y están rebosantes los arroyos y arroyuelos. Catherine, la primavera pasada, por esta misma fecha, yo anhelaba tenerte bajo este techo; ahora, desearía que estuvieras a un buen par de kilómetros de distancia en lo alto de aquellas colinas: el aire sopla tan dulcemente, siento que te curaría.
-Ya no volveré más allí salvo por última vez -dijo la inválida-; y entonces tú me abandonarás, y yo permaneceré para siempre. La primavera próxima volverás a anhelar tenerme bajo este techo, y mirarás atrás en el tiempo y creerás que hoy fuiste feliz.
Emily Brontë,
Cumbres Borrascosas. Capítulo 13.