casas
Cuando éramos chicos, en casa, nos reíamos de todo y cuando éramos grandes también nos reíamos de todo, pero nadie nos informó que de eso se trataba precisamente ser un pelotudo.
Ahora que por fin pude dejar de oír esa estúpida risa y, sobre todo, de producirla, descubro otros sonidos. De mañana, en el barrio, los pregones de los vendedores ambulantes se mezclan con los cantos de los pájaros de tal manera que no se entiende bien qué está a la venta, y el pregón suena como un clamor abstracto, un grito natal del mundo mismo.
Cuando era chica, en mi casa, nunca me sentí como en mi casa: en aquel entonces las casas no se habitaban sino que se construían, se limpiaban, se hacían brillar y se mostraban. Eran trofeos, vidrieras, decorados, y nunca nadie estaba lo suficientemente limpio como para salir también en la foto, por eso lo mejor era pasar desapercibido.
Una casa era una carga. Era el Horror. Era lo que aplastaba. Era lo que uno llevaba después a cuestas, como un caracol, hasta el consultorio del terapeuta. Para soportar estar en casa era preciso recurrir a toda clase de psicofármacos, psicotrópicos, anestésicos, defensas neuróticas, psicóticas e histéricas, regresiones y síntomas. En casa, no teníamos cuerpos, sólo almas: íbamos al médico y siempre era todo psíquico, todo de los nervios, ya estaban prevenidos, hasta las maestras y nuestras tías y los dueños de los bares estaban prevenidos contra nosotros que teníamos tantos problemas en la casa.
Ahora, en cambio, mi casa es el mejor lugar: es donde vivo.
Es donde escribo. Déivid descubrió que a sus lombrices del balcón les gustan mucho los restos de yerba mate y hoy mi gato casi caza un pájaro, acorralándolo a dos puntas bajo la biblioteca como el gran estratega que yo siempre supe que era: el ave zafó gracias a un oportuno movimiento de Déivid pero nosotros igual lo felicitamos, al gato que está sumido ahora en una tristeza profunda por la fuga de su presa y seguramente piensa porqué, qué, qué hago yo viviendo acá, en esta casa.
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