Sunday, August 14, 2005

total todo

Tú que pasas, antes de seguir has de saber que quien aquí yace vivió en Atopia, donde todos son distintos para poder ser todos totalmente iguales. En Atopia, cada habitante era totalmente distinto de todos los otros, precisamente para que, al no haber grupos de semejantes, no hubiera categorías, ni jerarquías, ni diferencias. La población de Atopia era una masa abigarrada de singularísimos monstruos, que habían inventado cada cual su propio idioma y parloteaban sin cesar, pero no se entendían entre sí. El coeficiente de diferencia de cada individuo respecto de la masa debía ser siempre idéntico en todos los casos. Cada uno podía hacer lo que quisiera, siempre y cuando cumpliera estas tres condiciones: que no se considerara superior al resto, que no esperara llamar la atención con sus actos, y que no pretendiera pertenecer ni ser incluido en nada, ni club ni institución ni empresa ni nada. En Atopia se habían abolido los oficios, para que ningún habitante, a fuerza no sólo de tesón y empeño, sino de lento y largo aprendizaje en el taller de algún maestro heredero de algo de eso que los hombres, a la hora de la siesta, en un susurro y escupiendo para un costado, llamaban "tradición", desarrollara alguna habilidad de ésas que las mujeres, temprano de mañana en la cocina, en voz baja y ruborizándose, llamaban "arte".



Una sola obra de arte conocían los atopianos, a saber: hecho en serie en una fábrica de otro reino tecnológicamente superior y puesto en todas las plazas, había un gran cartel de metal esmaltado, cosido como de mataduras por grietas en el esmalte que se llenaban de óxido rojo como heridas superficiales de donde brota sangre, representando al héroe anónimo de Atopia: el buen hombre salvaje, el Gaucho. Solo en la pampa a la sombra de su ombú, con su mate y su guitarra, el Gaucho canta para que lo oiga la inmensidad. No pide nada ni cree en los gobernantes. Nunca tuvo empleo y por eso su alma es magnífica. El gaucho solitario es el mayor tesoro de la democracia. Eso al menos les contaban a los niños los maestros de las escuelas públicas de Atopia, pero eso fue antes de que los otros países, que tenían toda la tecnología, invadieran Atopia con granadas de mano y miras infrarrojas y tropas bien alimentadas y crueles que llevaban en sus mochilas las obras completas de Shakespeare. Eso dicen, al menos, los que quedaron.
Tú que pasas, olvida esto que leíste; por si no fuese cierto, no lo cuentes.