Norep, el gran cadáver
Hace una humedad pringosa, espantosa.
No tanto como la que hizo el 1 de julio de 1974, que encima hacía frío y lloviznaba.
Me acuerdo del televisor en blanco y negro encendido todo el día con esa cámara fija sobre un cadáver, vaya redundancia. El cadáver era el de Perón (nada de "presidente", "Pocho", "dictador" ni nada; en casa lo llamábamos sencillamente así, con lo mínimo, el apellido: Perón) y había que verlo muerto: era duelo nacional y no había otra cosa que hacer más que mirar pasar el cortejo de saludos (me acuerdo especialmente del saludo de Balbín, que nos impresionó porque sabíamos que era un radical, un adversario; "el chinito", le decía mi hermana). En todas las casas sonaba esa voz eléctrica y destemplada de la cadena RAE nacional, nombrando a cada uno de los que cumplían con el rito de la despedida.
La escena era la de la rigidez de lo Oficial, con O mayúscula: rigor mortis, plano congelado, voz con estática. Algo pesado y denso venía a través de los rayos catódicos como un rayo láser de otro planeta, y nos paralizaba.
Para los peronchos era una tarde de mate, llanto y tortas fritas. Mate y tortas fritas, lo que equivale a decir, como escribió Rodolfo Kusch: el mero estar.
Argentina.
Somos todos un gigantesco cadáver plateado.
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