Oh, ror
Quiero escribir sobre lo que me da terror. ¿Debo, entonces, escribir terror?
¿Asustarán a un lector las mismas cosas que me asustan a mí? Además de la obvia pregunta por la destreza técnica -¿podré?-: ¿es válido, es ético practicar una escritura ficcional que manipule las emociones del lector? A mí me da terror el Parque España. ¿Qué harían los maestros con eso? ¿Qué haría Poe? No es un tema absurdo, voy bien encaminada. La arquitectura y la atmósfera son fundamentales en un relato de terror, según dice H. P. Lovecraft en sus "Notas sobre la escritura de literatura fantástica".
Hasta hace unas horas, el que a cierto vals se lo denominara "el vals de los novios" y se lo pasara en el momento culminante de una boda al grito de "¡que bailen los novios!" me parecía tan natural como que la vid diera uvas en marzo. Pero hoy a mediodía el susodicho vals (cuyo título original y autor nunca supe) sonaba en la casa de mi vecino y me vi en una curiosa situación: lo que entre compatriotas se hubiera reducido a señalar algo perfectamente normal (¡"sentí, el vals de los novios!") se convirtió en un intento balbuceante de mi parte de hablarle a Déivid sobre las costumbres locales. Contar las propias costumbres, en otro idioma, a un extranjero, las vuelve tan raras y necesitadas de justificación como si fueran danzas y ceremonias de pueblos primitivos con los que uno recién acaba de encontrarse: This waltz is usually played at wedding parties for the bride and groom to dance: it's popularly known as the bride and groom waltz, dije. Y no pude darle ninguna explicación de algo que hasta entonces, para mí, no la había necesitado.
Ahora, en cambio, no tendré paz hasta no saber la historia de ese vals. ¿Por qué se impuso ese, y no otro? Hasta hace unas horas, para mí, el vals de los novios era lógicamente necesario, es decir: sólo podía ser ese; ahora, las preguntas de Déivid me han hecho caer en la cuenta de que tuvo que haber un autor y además una razón.
Mientras no sepa eso, el "vals de los novios" me va a seguir pareciendo algo extraño, caprichoso y absurdo.
La curiosidad, esa sed de explicaciones satisfactorias ante lo extraño, impulsa las preguntas y la investigación. La explicación racional de las causas de un hecho, siempre que satisfaga razón y curiosidad, reconstruye la sensación de necesariedad del hecho que se tenía antes de que por algún motivo empezara a resultarnos extraño.
Por lo tanto, un hecho extraño seguirá siendo extraño mientras no pueda explicarse satisfactoriamente su causa.
¿Qué condiciones crean la aparición de lo extraño? ¿Qué define a lo extraño como tal? No solamente lo insólito y lo desacostumbrado, o lo insólito y desacostumbrado sin explicación ("¿Qué son esas explosiones?" "Son los fuegos artificiales de la inauguración del Congreso de la Lengua". "Ah". Fin de la historia) sino lo contingente: aquello que pudo ser de otro modo y salió así por algún motivo accidental. Si el accidente no se investiga, si además lo desconocido aparece como poderoso e intratable, lo extraño se nos vuelve temible: se nos vuelve siniestro.
Nos rodea lo contingente, pero no nos damos cuenta. Para descubrir la posibilidad de lo contingente tras la apariencia de lo necesario, es preciso el asombro. Si nadie se asombra de nada, todo parece necesario. Pero es muy posible que todo en el universo sea contingente. La forma de una pera, por ejemplo. Bruno Munari, esteta y diseñador italiano que daba cátedra en los años sesenta, era capaz de explicar la necesariedad de la forma de la pera. O de un membrillo. O de una gota de agua. Se debe a cierta relación entre masa, peso, densidad, fuerza de gravedad... todo lo cual la hace ser así y de ningún otro modo. Pero a lo mejor indagando en la historia evolutiva del mundo encontraríamos el accidente, el punto de inflexión en la historia de la pera o del membrillo donde éstos pudieron ser una cosa distinta, regida de otro modo por las mismas leyes.
Por más que asombre al alma sensible, un membrillo no es siniestro. No se resiste a la investigación. El secreto de las causas de su forma se nos aparece como alcanzable. Tampoco tiene pinta de poderoso ni malintencionado.
Pero los neuróticos tenemos el espanto fácil: nos aterroriza todo lo que escapa a nuestro control, a nuestro entendimiento, y al alcance de nuestra investigación. La calumnia. Las decisiones a puertas cerradas. El poder del nuevo Papa, Ratzinger, a. k.a. Benedicto XVI, se nos aparece ante la imaginación como un producto de estas oscuras fuerzas. No parece una pera o una uva -o una música- formada así por la voluntad de Dios. Pero tampoco es fácil enloquecer y decir que es el Anticristo; es evidente que el hombre se abrió camino, llegó por hábil. Resulta demoníaco precisamente por demasiado humano. Cae de maduro que donde no hay transparencia democrática gana el de menos escrúpulos, el que más sucio juega. Imagínenese un campeonato de lucha libre sin árbitro. Esa es la explicación racional, pero no basta. Ratzinger nos resulta espantosamente extraño: siniestro. No sabemos cómo ni por qué llegó a donde llegó. Aparte de imaginarnos su firme voluntad, ignoramos los detalles. Y además de creerlo capaz de cualquier cosa, le adivinamos las peores intenciones y sólo nos consta que tiene la suma del poder.
El poder que ejercen las instituciones a través del terror, se perpetúa en la medida en que no se sientan obligadas a darle explicaciones a nadie. Toda institución no investigable es terrorífica. La investidura marca el límite siniestro de lo investigable.
La opacidad de una institución se expresaría a través de su arquitectura. Los críticos de arte tendemos a leer un mensaje institucional u otro, según lo que nos envía o parece enviarnos el lenguaje estético de la arquitectura. El terror mata, la opacidad aterroriza; ¿explica todo esto la alta tasa de mortalidad precoz (50%, si mis cálculos no fallan) entre los críticos de arte que trabajan para el Centro Cultural Parque de España, que tiene una arquitectura de túneles sin ventanas?
Se ha escrito mucho en Rosario sobre los perros suicidas del Parque España, que se tiran desde su falso acantilado. Creo recordar que alguien me dijo alguna vez que el nombre del arquitecto que dirigió el proyecto del Parque España era (¡era!) el mismo que el del Poe rioplatense: Horacio Quiroga.
Para volver siniestro un objeto: investirlo. Hacerlo extraño y resistente a las preguntas. Opaco. Rodearlo de misterio y de secreto. Para volverlo terrorífico: dotarlo de poder.
Y que no haya modo de saber sus verdaderas intenciones.
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