Saturday, April 16, 2005

Zizek el argentino

Conozco o creo conocer ese lugar: el lugar desde donde habla Slavoj Zizek. Hoy lo leía en el Ñ y me venía a la mente aquella famosa escena deportiva, la de Maradona en el Mundial 86: elude a sus marcadores, los marea, solito con la pelota corre, corre, corre... ¡gol!
Soledad. Maradona corrió solo.
Zizek habla solo. No hay en su voz ni ley, ni un eco de academia, ni más autoridad que la de su propio ingenio. Se halla librado a sus propias inercias, como el hombre del siglo diecisiete: es un Quijote, un Robinson, es el sujeto del primer capitalismo reinventándose. Su obra parece ajena a la idea de la producción concebida como resultado de una fuerza de trabajo colectiva. Zizek es un intelectual en estado de naturaleza. El colectivismo, en su Eslovenia natal -y en su Argentina adoptiva- ha sido tan aniquilador que el único pensamiento posible fue pensar en fuga, pensar a campo traviesa.
Obra maravilllosa pero inútil, por lo ininteligible que en general resulta al no formar parte de ningún sistema.
Percibo en el discurso de Zizek el mismo esfuerzo desesperado por forjarse un yo sobre la marcha que da su patetismo característico al discurrir de los esquizofrénicos. No soy estalinista, no digo que esté loco: está solo. Locura, en todo caso, es el nombre del lugar desde donde habla: ese ambiguo podio para el soliloquio que tanto puede merecer la admiración por el genio como la lástima que se le tiene al idiota de la aldea.
La soledad de Zizek es la marca de una epopeya: la de un individuo que lucha por constituirse como tal locamente, superando un origen a la vez católico y totalitario, utópico y retrógrado, tirando de los cordones de sus propios zapatos hasta alzarse hasta eso que su realidad no le dio: la posibilidad de ser un sujeto moderno.
Zizek es nuestro espejo. Su pensamiento silvestre se parece al nuestro. Sus deformidades de oriental sobreviviente ponen en escena lo monstruoso del experimento argentino. Ese exótico gnomo que no cesa de pronunciar una y otra vez su primera palabra (su gesto de encantamiento, su propio trazo fundante en el vacío) exhibe sin proponérselo las heridas de una colisión espantosa: la que se produjo entre una sociedad que pretendió volver al precapitalismo, arrasando con cualquier forma de individualismo burgués, y una de sus pequeñas hormigas que insistió contra viento y marea en devenir un hombre de su tiempo.