Obsesión del gato capataz
¿Comidita? Nop. ¡Agüita! Mmmm... no. ¿Planta? ¿Balcón? ¿Piedrita? ¡Mimos! No, no. ¿Qué quiere el gato? (Encima me mira como diciendo: "odio que me hablen en diminutivos".) Lo que quiere el gato es sentarse en su banqueta favorita. Es una tapizada de rojo, bajo la mesa del estudio. Pero además quiere que yo me siente frente a la computadora, así le hago compañía. Quienes se imaginaron que estoy escribiendo los más grandes posts del mundo mientras mi gato (simple mascota o animal de compañía) me acompaña, se hallan ante un mito editorial, lamento decirles. En realidad estoy posteando esto porque mi gato, que no quiere sestear solo en su banqueta favorita, me convenció de sentarme. No iba a hacerlo. Estoy recién saliendo de algo así como una gripe aviaria que se sumó a mis ya tradicionales anemia y asma, producto ambas de no haber visto comida muy seguido durante una larga juventud (cuando logre arrastrarme hasta el consultorio de mi médico, supongo que iré) y lo último que pensaba hacer era sentarme a escribir mi ponencia para el panel de mañana. Me cuesta mantener la posición erguida que exige la pantalla. Me agota el solo esfuerzo mental de hilar una frase. Tendría que estar descansando o comiendo, reponiendo fuerzas. Pero el gato, el gato capataz me reclama en mi puesto de trabajo. Él no concibe la vida sin su banqueta roja, y sin su madre adoptiva tecleando cosas al lado. El gato es un animal rutinario. Nos hace sentarnos cuando queremos correr, pero también nos hace levantarnos y sentarnos cuando quisiéramos acostarnos por el resto del verano. Los escritores se fotografían con sus gatos: ¿quién es capaz de sentarse a tipear algo tan insensato como un blog, o una novela, para el caso, sin ese maullidito, el del gato capataz que te reclama en tu puesto de trabajo?
Hay que dedicarles novelas a nuestros gatos.
Seamos justos.
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