Sunday, January 16, 2005

Ajedrecistas

Mi papá me enseñó a jugar al ajedrez.
Ya no importa cuántos ni cuán graves errores humanos hayamos cometido; él me enseñó a jugar al ajedrez y eso solo basta para recordarlo como el mejor de los padres. No es que yo haya aprendido a jugar al ajedrez: de las decenas de veces que me senté ante el tablero blanco y negro, aunque mi contrincante me cediera las blancas por caballerosa cortesía, si gané dos veces es mucho -está bien que yo era una nena de nueve o pocos más años y jugaba contra tipos de la edad de mi viejo o contra mi viejo mismo, o con mi primo que era de mi misma edad pero con diez puntos más de coeficiente intelectual; pero capté la esencia del asunto, su enseñanza moral básica, la que dice que la única forma de sobrevivir en un mundo despiadado es no cediendo nunca el control de la situación a tu adversario.
Y no es que en la vida, aparte de la locura fenomenal de mi mamá, la de mis hermanos y la de algún que otro pibe chorro muy pasado de pegamento, me hayan tocado demasiadas situaciones despiadadas.
En general, tuve suerte: escribí para el Buenos Aires Herald cuando todavía se parecía a uno de esos barcos fantásticos de las novelas de Joseph Conrad, con extranjeros e inadaptados comulgando sin distinción de credos en la indestructible camaradería del mar (y -let's face it!- de la Guinness en The Shamrock); escribí para Rosario/12 cuando era lo que sigue siendo (porque acá en Atopia las cosas no cambian: o se destruyen o permanecen tal cual), con ese clima tan característico de empresa familiar, de película tipo Meet the Fokkers o cualquiera que caiga dentro del subgénero kitsch de productor de Hollywood convencido de que cualquier actor judío norteamericano, bien entrenado y dirigido, puede lograr parecerse a un napolitano (idiosincrasia esta última cuyo valor estético se me escapa) y viceversa.
Decía que tuve suerte. ¿Por qué usar el tiempo pasado? Tengo suerte. He encontrado maneras legales y legítimas de vivir dignamente trabajando sólo con amigos, sin tener que enfrentarme en mi vida profesional a parientes jodidos ni a adversarios en general.
Una sola vez me tocó atravesar la experiencia de la impiedad en el trabajo. Fueron meses de estar en el mismo acuario periodístico junto con un tiburón de sueldo diez veces mayor que el mío, encaprichado en almorzarse mis patas y verme salir en silla de ruedas del lugar. Batalla desigual donde se alcanzaron niveles de destrucción notables: entre 1999 y 2001 no sólo publiqué dos libros de poesía sino que (tal vez precisamente por eso) perdí toda chance de seguir haciendo carrera en el periodismo, quedé en la miseria, perdí todos mis afectos locales menos dos primos, se quemó casi íntegro mi capital local de respetabilidad social y credibilidad intelectual a fuerza de calumnias más o menos verosímiles detonadas en parte por mi imprudencia y en parte por un ventilador corporativo que no supe apagar a tiempo (¡tenía sólo 34 años!), pasé de crítica de arte autorizada a idiota de la aldea en cuestión de semanas, aún hoy mi nombre sigue tan sucio en esta ciudad que tengo que salir a la calle con seudónimo y gafas (¡son lila, ya todos las reconocen!), no se me nombra en medios ni en instituciones rosarinas donde (al cierre de esta edición) todo sucede como si alguien hubiera hecho correr la voz de que traigo mala suerte, voy a tardar más que el Riachuelo en limpiarme toda esta mierda aunque ni siquiera yo misma entienda bien de qué se trata y me va a salir igual de caro; pero mi papá me enseñó a jugar al ajedrez y no sólo eso, me enseñó que existen otras ciudades además de ésta (por ejemplo: Córdoba, Buenos Aires), me enseñó con la paciencia inhumana de los ansiosos que existe otro tiempo además del presente y se llama futuro.
Hay que trabajar, esperarlo y mientras tanto: ser buen ajedrecista.
Esto es, no permitir que tu adversario domine la situación, independientemente de cuánto lo favorezca la relación de fuerzas; no poner tu destino en sus manos, mantener un grado razonable de control. Mejor aún si el contrincante no se entera y cree que maneja el tablero. Mejor todavía si cree que no te das cuenta de cuál es su estrategia. Una estrategia puede deducirse de una breve serie de movimientos: el talento para crear buenas estrategias lo puede cultivar cualquiera, mucho más rara es la genialidad que se requiere para ocultarlas. Personalmente no me destaco en ninguna de ambas cosas, pero sí sé descubrir estrategias y disimular que las he descubierto. También puedo copiar estrategias ajenas, el viejo truco infantil de jugar en espejo. Y no importa si Darth Vader se disfraza de padre: yo jugué contra mi viejo al ajedrez, o cómo me hubiera enseñado, si no.
Tuve suerte. Yo iba a ser el Jorge Barón Biza de Rosario en versión plebeya (suicidio por encerrona y ahogo profesionales seguido de hallazgo de novela autobiográfica trágica; fugaz reconocimiento tardío antes del olvido definitivo) y en cambio me psicoanalicé a crédito, me hice poeta cuando no pude seguir siendo periodista, conseguí una PC y aprendí a manejarla, recuperé mi dinero gracias a un golpe de suerte que atiné a aprovechar, pagué al Colegio de Traductores y pude hacer valer mi título terciario en el mercado laboral, cambié la PC, escribí otra novela casi completamente ficcional que me desmarcó del lugar imaginario sociopático del malditismo y del talento desperdiciado ("saben, ella escribía muy bien pero estaba muy mal, qué lástima, solamente podía escribir sobre sus problemas"), la mandé con seudónimo a un concurso, que gané y me permitió pagar un buen médico para curarme de un achaque psicosomático aguzado por las presiones de tener que cambiar cada año de laburo, agudización gracias a la cual en pocos días bajé enfermando los diez o quince kilos que había engordado por la angustia de perderlo todo, y si no hubiera tenido toda esa grasa para quemar me habría muerto; me publicaron el libro, mi quinto libro, lo hago circular yo misma porque si no, no circula (una sola entrevista hasta ahora -¡gracias Ivana!- y en mi barrio mi gato es más famoso que yo, aguante el glorioso Cuqui Cuqui Gatzilla); en mis fotos de los treinta años era una veinteañera del siglo veintiuno, en mis fotos de nueve años después parezco mi abuela en los sesenta y a los sesenta, luego de que sobrevivió a dos matrimonios y dos guerras; sigue inédita mi novela autobiográfica trágica y ya la plagiaron con éxito de público todos los que la leyeron en Internet pero no me importa, porque llevo torta, porque mi papá me enseñó a jugar al ajedrez y sé a dónde voy aunque parezca que no; sólo yo veo el casillero libre, el espacio vital, el escaque a donde avanzar, todo eso en medio de un terreno opresivo de puertas cerradas en alguna medida por adversarios reales y en gran medida por mi superstición neurótica de asmático que saca el ahogo del cuerpo y lo pone en el mundo; pero la tos también fue mi pastor, me alejó del olor a pólvora y me guió y me guía a praderas verdes donde puedo y pude reposar, vivir, tener buena salud, respirar...
...y seguir jugando al ajedrez.
¿Negras o blancas?